Aquellos animales extraños, oscuros, chillones, amenazantes, se movían desde hacía días de forma convulsa, caóticamente, parecieran enfermos, afectos por un grave padecimiento de origen desconocido. En ocasiones se laceraban unos a otros, mientras giraban en círculo de manera desordenada, aunque siguiendo un mismo patrón que se repetía sin solución de continuidad, abrazados por un cielo plomizo y elevadas temperaturas que provocaban exceso de sudoración, un ambiente que nunca anunciaba lluvia y contribuía a que las aves –agotadas- cayeran desplomadas, para acabar muriendo agonizantes en medio de estertóreas transformaciones morfológicas, a los pies de los habitantes de la ciudad que, al observar la escena, corrían despavoridos.
Dicen que sus aterradores sonidos (graznidos) eran escuchados más allá de los lindes del entorno, de la urbe victoriosa, arcillosa, opulenta, lasciva y festiva, incluso se oían en las lejanas colinas, en los jardines fragantes suspendidos desde rocas abruptas, en las fronteras, en los valles desérticos. Sin embargo, aquellos sonidos que emitían, en ocasiones a duras penas, no eran los habituales en ellos, los que llevaban a cabo –alegres y vivarachos- en actividades vinculadas a su ciclo biológico, en especial en época de cortejo. Ahora todo era distinto. Por eso, los habitantes del enclave se mostraban sorprendidos, diríase temerosos, ante actitudes tan poco frecuentes en seres que les eran familiares, que nunca les causaban fobias, muy al contrario, se hallaban ha